viernes, 21 de junio de 2013

Grullas como protagonistas...



Hola a todos! Estoy muy ocupada con el estudio en estos momentos de mi vida, pero no quería empezar a abandonar este lindo espacio. Y pense... tengo fotos de mis proyectitos, pero todavía no las quiero subir, así que.. qué puedo hacer? Pense en compartir con ustedes el "Cuento de las mil grullas" de Elsita Bonermann, -una grande que hace poco inició su vuelo eterno-. Es una historia muy tierna de amor y amistad. 
Este espacio también se lo quiero dedicar a una personita muy espcial, la cual cumplió su deseo de "libre como los pájaros", aunque a nosotros nos haya parecido muy rápido y fugaz su estadía con nosotros. Para vos Luisito, gracias por formar parte de mis recuerdos, soleados y cálidos.

Naomi Watanabe y Toshiro Ueda creían que el mundo era nuevo. Como todos los chicos.
Porque ellos eran nuevos en el mundo. También, como todos los chicos. Pero el mundo era ya muy viejo entonces, en el año 1945, y otra vez estaba en guerra. Naomi y Toshiro no entendían muy bien qué era lo que estaba pasando.
Desde que ambos recordaban, sus pequeñas vidas en la ciudad japonesa de Hiroshima se habían desarrollado del mismo modo: en un clima de sobresaltos, entre adultos callados y tristes, compartiendo con ellos los escasos granos de arroz que flotaban en la sopa diaria, y el miedo que apretaba las noches familiares en torno a la noticia de la radio, que hablaban de luchas y muertes por todas partes.
Sin embargo creían que el mundo era nuevo y esperaban ansiosos para descubrirlo.
¡Ah... y también se estaban descubriendo uno al otro!. 
Se contemplaban de reojo durante la caminata hacia la escuela, cuando suponían que sus miradas levantaban murallas y nadie más que ellos podían transitar ese imaginario senderito de ojos a ojos. 
Apenas si habían intercambiado algunas frases. El afecto de los dos no buscaba las palabras. Estaban tan acostumbrados al silencio...
Pero Naomi sabía que quería a ese muchachito delgado, que más de una vez se quedaba sin almorzar por darle a ella la ración de batatas que había traído de su casa.
-No tengo hambre -le mentía Toshiro, cuando veía que la niña apenas si tenía dos o tres galletitas para pasar el mediodía. -Te dejo mi vianda -y se iba a corretear con sus compañeros hasta la hora de regreso a las aulas, para que Naomi no tuviera vergüenza de devorar la ración.
Naomi... poblaba el corazón de Toshiro. Se le anudaba en los sueños con sus largas trenzas negras. Le hacía tener ganas de crecer de golpe para poder casarse con ella. Pero ese futuro quedaba tan lejos aún...
El futuro inmediato de auqella primavera de 1945 fue el verano, que llegó puntualmente el 21 de Junio y anunció las vacaciones escolares.
Y con la misma intensidad con que otras veces habían esperado sus soleadas mañanas, ese año los ensombreció a los dos: ni Naomi ni Toshiro deseaban que empezara. Su comienzo significaba que tendrían que dejar de verse durante un mes y medio inacabable.
A pesar de que sus casas no quedaban demasiado lejos una de la otra, sus familias no se conocían. Ni siquiera tenían entonces la posibilidad de encontrarse en una visita. Había que esperar pacientemente la reanudación de las clases.
Acabó Junio, y Toshiro arrancó contento la hoja del almanaque...
Se fue Julio, y Naomi arrancó contenta la hoja del almanaque...
Y aunque no lo supieran: ¡Por fin llegó Agosto! -pensaron los dos al mismo tiempo.
Fue justamente el primero de ese mismo mes cuando Toshiro viajó, junto a sus padres, hacia la aldea de Miayashima (pequeña isla situada en las proximidades de Hiroshima). Iban a pasar una semana. Allí vivían los abuelos, dos ceramistas que veían apilarse vasijas en todos los rincones de su local. Ya no vendían nada. No obstante,  sus manos viejas seguían modelando la arcilla con la misma dedicación de otras épocas. -Para cuando termine la guerra...-decía el abuelo-. -Todo acaba algún día- comentaba la abuela por lo bajo. Y Toshiro sentía que la paz debía ser algo muy hermoso porque los ojos de su madre parecían aclararse fugazmente cada vez que se referían al fin de la guerra, tal como a él se le aclaraban los suyos cuando recordaba a Naomi.
¿Y Naomi?
El primero de Agosto se despertó inquieta; acababa de soñar que caminaba sobre la nieve. Sola. Descalza. Ni casas ni árboles a su alrededor. Un desierto helado y ella atravesandolo. Abandonó el tatami (estera que se coloca sobre pisos, en las casas japonesas tradicionales), se deslizó de puntillas entre sus dormidos hermanos y abrió la ventana de la habitación. ¡Qué alivio! Una cálida madrugada le rozó las mejillas. Ella le devolvió un suspiro.
El dos y el tres de Agosto escribió, trabajosamente, sus primeros haikus (breve poema de diecisiete sílabas, típico de la poesía japonesa):
Lento se apaga
El verano.
Enciendo
Lámparas y sonrisas.
Pronto
Florecerán los crisantemos.
Espera, Corazón.
Después, achicó en rollitos ambos papeles y los guardó dentro de una cajita de laca en la que escondía sus pequeños tesoros de la curiosidad de sus hermanos.
El cuatro y el cinco de Agosto se lo paso ayudando a su madre y a las tías. ¡Era tanta la ropa para remendar! Sin embargo, esa tarea no le disgustaba. Naomi siempre sabía el modo de convertir en un juego entretenido lo que acaso resultaba aburridísimo para otras chicas. Cuando cosía, por ejemplo, imaginaba que cada doscientas veintidos puntadas pudiese sujetar un deseo para que se cumpliese.
La aguja iba y venía laboriosa. Así, quedó en el pantalón de su hermano menor el ruego de que finalizara enseguida esa espantosa guera, y en los puños de la camisa de su papá, el pedido de que Toshiro no la olvidara nunca...
Y los deseos se cumplieron.
Pero el mundo tenía sus propios planes...
Ocho de la mañana del seis de Agosto en el cielo de Hiroshima. 
Naomi se ajusta el obi (faja que acompaña al kimono) de su kimono (vestimenta tradicional japonesa, de amplias mangas, largas hasta los pies y que se cruza por delante, sujetandose con una especie de faja) y recuerda a su amigo. -¿Qué estará haciendo ahora?
"Ahora" Toshiro pesca en la isla mientras se pregunta: -¿Qué estará haciendo Naomi?
En el mismo momento, un avión enemigo sobrevuela el cielo de Hiroshima.
En el avión, hombres blancos que pulsan botones y la bomba atómica surca por primera vez un cielo. El cielo de Hiroshima.
Un repentino resplandor ilumina extrañamente la ciudad.
En ella, una mamá amamanta a su hijo por última vez.
Dos viejos trenzan bambúes por última vez.
Una docena de chicos canturrea: "Donguri-Koro-Koro Donguri-Ko..." (verso de una popular canción infantil japonesa) por última vez.
Ciento de mujeres repiten sus gestos habituales por última vez.
Miles de hombres piensan en mañana por última vez.
Naomi sale para hacer unos mandados.
Silenciosa explota la bomba. Hierven, de repente, las aguas del río.
Y medio millón de japoneses, medio millón de seres humanos, se desintegran esa mañana. Y con ellos desaparecen edificios, árboles, calles, animales, puentes, y el pasado de Hiroshima.
Ya ninguno de los sobrevivientes podrán volver a reflejarse en el mismo espejo, ni abrir nuevamente la puerta de su casa, ni retomar ningún camino querido.
Nadie será ya quien era.
Hiroshima arrasada por un hongo atómico.
Hiroshima es el sol, ese seis de Agosto de 1945. Un sol estallando.
Recién en Diciembre logró Toshiro averiguar donde estaba Naomi. ¡Y que aún estaba viva, Dios!
Ella y su familia, internados en un hospital ubicado en una localidad próxima a Hiroshima, como tantos otros cientos de miles que también habían sobrevivido al horror, aunque el horror estuviera instalado ahora dentro de ellos, en su misma sangre.
Y hacia ese hospital marchó Toshiro una mañana.
El invierno se insinuaba ya en el aire y el muchacho no sabía si era frío exterior o su pensamiento lo que le hacía tiritar.
Naomi se hallaba en una cama situada junto a la ventana. De cara al techo. Ya no tenía sus trenzas. Apenas una tenue pelusita oscura.
Sobre su mesita de luz, unas cuantas grullas de papel desparramadas.
-Voy a morirme, Toshiro...-susurró, no bien su amigo se paró, en silencio, al lado de su cama-. -Nunca llegaré a plegar las mil grullas que me hacen falta...
Mil grullas... o "Semba-Tsuru" (una creencia popular japonesa, asegura que haciendo mil de esas aves -según lo enseña a realizarlo el origami- se logra alcanzar la larga vida y felicidad) como se dice en japonés. 
Con el corazón encogido, Toshiro contó las que se hallaban dispersas sobre la mesita. Sólo veinte. Después, las junto cuidadosamente antes de guardarlas en un bolsillo de su chaqueta.
-Te vas a curar, Naomi- le dijo entonces, pero su amiga no le oía ya: se había quedado dormida.
El muchachito salió del hospital bebiéndose las lágrimas.
Ni la madre, ni el padre, ni los tíos de Toshiro (en cuya casa se encontraban temporariamente alojados) entendieron aquella noche el por qué de la misteriosa desaparición de casi todos los papeles que, hasta ese día, había habido allí.
Hojas de diario, pedazo de papel para envolver, viejos cuadernos y hasta algunos libros parecían haberse esfumado mágicamente. Pero ya era tarde para preguntar. Todos los mayores se durmieron sorprendidos.
En la habitación que compartía con sus primos, Toshiro velaba entre las sombras. Entonces, se incorporó con sigilo y abrió el armario donde se solían acomodar las mantas.
Mordiéndose la punta de la lengua, extrajo la pila de papeles que había recolectado en secreto y volvió a su lecho. La tijera la llevaba oculta entre sus ropas.
Y así, en el silencio y la oscuridad de aquellas horas, Toshiro primero recortó novecientos ochenta cuadraditos y luego los plegó uno por uno hasta completar las mil grullas que ansiaba Naomi, tras sumarle las que ella misma había hecho. Ya amanecía, el muchacho se encontraba pasando hilos a través de las siluetas de papel. Separó en grupo de diez, las frágiles grullas del milagro y las aprestó para que imitaran el vuelo, suspendidas como estaban en un leve hilo de coser, una encima de otra.
Con los dedos paspados y el corazón temblando, Toshiro colocó las cien tiras dentro de su furoshiki (tela cuadrangular que se usa para formar una bolsa, atándola por sus cuatro puntas luego de colocar el contenido) y partió rumbo al hospital antes de que su familia se despertara. Por esa única vez, tomó sin pedir permiso la bicicleta de sus primos. No había tiempo que perder. Imposible de recorrer a pie, como el día anterior, los kilómetros que lo separaban del hospital. La vida de Naomi dependía de esas grullas.
-Prohibida las visitas a esta hora- le dijo una enfermera, impidiéndole el acceso a la enorme sala en uno de cuyos extremos estaba la cama de su querida amiga.
Toshiro insistió: -Sólo quiero colgar estas grullas sobre su lecho- Por favor...
Ningún gesto denunció el gesto de la enfermera cuando el chico le mostró las avecitas de papel. Con la misma aparentemente impasibilidad con que  momentos antes le había cerrado el paso, se hizo a un lado y le permitió que entrara: -Pero cinco minutos, ¿eh?
Naomi dormía.
Tratando de no hacer ruido, Toshiro puso una silla sobre la mesa de luz y luego se subió.
Tuvo que estirarse a más no poder para alcanzar el cielorraso. Pero lo alcanzó. Y en un rato estaban las mil grullas pendiendo del techo; los cien hilos entrelazados, firmemente sujetos con alfileres.
Fue al bajarse de su improvisada escalera cuando advirtió que Naomi lo estaba observando. Tenía la cabecita echada hacia un lado y una sonrisa en los ojos.
-Son hermosas Toshi-chan (diminutivo de Toshiro)... Gracias...
-Hay un millar. Son tuyas, Naomi. Tuyas -y el muchacho abandonó la sala sin darse vuelta.
En la luminosidad del mediodía que ahora ocupaba todo el recinto, mil grullas empezaron a balancearse impulsadas por el viento que la enfermera dejó colar, al entreabrir por unos instantes la ventana.
Los ojos de Naomi seguían sonriendo.
La niña murió al día siguiente. Un ángel a la interperie frente a la impiedad de los adultos. ¿Cómo podían mil frágiles avecitas de papel vencer el horror instalado en su sangre?

Febrero de 1976.
Toshiro Ueda cumplió cuarenta y dos años y vive en Inglaterra. Se casó, tiene tres hijos y es gerente de sucursal de un banco establecido en Londres.
Serio y poco comunicativo como es, ninguno de sus empleados se atreve a preguntarle por qué, entre el aluvión de papeles con importantes informes y mensajes telegráficos que habitualmente se juntan sobre su escritorio, siempre se encuentran algunas grullas de origami dispersas al azar.
Grullas seguramente hechas por él, pero en algún momento en que nadie consigue sorprenderlo.
Grullas desplegando alas en las que se descubren las cifras de la máquina de calcular.
Grullas surgidas de servilletas con impresos de los más sofisticados restaurantes...
Grullas y mas grullas. Y los empleados comentan, divertidos, que el gerente debe creer en aquella superstición japonesa.
-Algún día completará las mil... -cuchicheaban entre risas- ¿Se animará entonces a colgarlas sobre su escritorio?
Ninguno sospechaba, siquiera, la entrañable relación que esas grullas tienen con la perdida Hiroshima de su niñez. Con su perdido amor primero.


3 comentarios:

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  3. Anoche Piti dijo: Arte es todo aquello que uno hace con el corazón, desde adentro. Así como Vos. Te quiero Mucho. Me gusta un montón poder ser espectadora de tu pasión.

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